El próximo 6 de mayo estará en las librerías la última novela de María Regla Prieto, Manos de trapo, que ha resultado finalista de la última edición del Premio Nadal. La autora, que en breve viajará a varias ferias del libro andaluzas y, después, a la de Madrid, tiene previsto presentar esta novela en Sanlúcar de Barrameda el próximo 28 de junio en el patio de las bodegas Yuste (Argüeso) en Calle Mar, n.º 10.
Manos de trapo ha sido publicada por Editorial Renacimiento en su sello “Espuela de Plata”. Como adelanto, en exclusiva para nuestros lectores, les ofrecemos los primeros párrafos de la novela:
I
Son las diez y cinco minutos de la mañana. Al entrar en la casa siento una bocanada de aire frío, a pesar de que ya está bien avanzada la primavera. Es la frialdad que se aposenta en las casas vacías o en las que están habitadas por ancianos. También noto ese olor tan característico, como a castañas asadas, que es como huele el invierno de la vida. El dueño de la casa ha salido. Una hora, treinta y tres minutos y seis segundos. Ese es el tiempo que emplea en acercarse a la panadería, pararse en el quiosco de prensa, intercambiar varias frases de cortesía con el quiosquero, comprar el periódico, un cuadernillo de crucigramas y otro de sudokus, dirigirse a la cafetería que está al otro lado del parque, tomarse allí un café con leche acompañado de un mollete con aceite de oliva y volver. Es el único momento del día que pasa fuera de la casa. Ese es, pues, el tiempo del que yo dispongo. Una hora, treinta y tres minutos y seis segundos, a partir de las diez de la mañana. Lo sé porque hace meses que lo vigilo. Siempre hace lo mismo. Mantiene invariablemente esa rutina. También, una vez por semana, sale a hacer la compra, pero no tiene un día fijo para ello. Aunque en ese cometido suele emplear más de dos horas –lo que a mí, en teoría, me daría un margen de tiempo más largo–, no me fío. Pueden ocurrir imprevistos y debo tenerlo todo controlado. No puedo permitirme cometer ningún error. Atravieso el portón de madera de la casa y me recibe, en penumbra, el zaguán. Estoy un poco deslumbrada por el sol de esta calurosa mañana, así que me detengo un instante hasta que se me aclara la vista. Aunque tengo el tiempo medido al segundo, no puedo dejar de contemplar, aunque solo sea un momento, el suelo de losas de Tarifa, las paredes encaladas y ese artesonado del techo que, como una elaborada y artística bóveda arbórea, me da la bienvenida. Es tan bonita la entrada de esta casa que me entran ganas de quedarme un rato disfrutando de esta visión, pero no puedo demorarme. Frente a mí está la puerta. Es gruesa, de madera oscura, antigua, con unos nudos como sinuosas constelaciones cobrizas. Otra preciosidad. No tengo ningún problema para abrirla. O debo decir forzar. No, forzar no, porque la cerradura, antigua y muy gastada, ha cedido de inmediato a mis intentos, como si deseara que la abriera, como si el hecho de acercar mis ganzúas hubiera sido suficiente para que se rindiera a mis breves y delicadas maniobras. Es un arte que practico desde niña. He vivido con unos padres que solían olvidar o perder con frecuencia las llaves de la casa y de los armarios y, en los últimos años, con un marido que gozaba con dejarme encerrada mientras él se ausentaba. Soy una experta abriendo cerraduras y apenas ninguna se me resiste. Esta ha sido una de las más fáciles de abrir.
