Salvador Daza Palacios
«No podrá encontrarse en España población de más recuerdos históricos
que Sanlúcar de Barrameda, ni que menos trate de conservarlos,
sin duda por el carácter apático de sus actuales habitantes (..)
Y no solo van desapareciendo esos recuerdos, que la historia cada vez más
aparta del pueblo en que ocurrieron, sino que al mismo tiempo
desaparecen los documentos que los guardaban y los monumentos
que los publicaban y justificaban.
Sanlúcar de Barrameda puede vanagloriarse de hechos históricos
numerosísimos que envidian todos los pueblos».
Estas palabras no son mías sino de un señor muy conocido por todos los especialistas del V Centenario de la Primera Circunnavegación: Genaro Cavestany. Y se escribieron hace más de un siglo. Y quizás no hayan perdido vigencia aún.
Pues, efectivamente, el principal problema es la desmemoria y la desmotivación. Como decía Cavestany, la apatía. Pero también, para quienes nos dedicamos a la investigación, la falta de fuentes documentales suficientes para realizar un retrato completo de una época tan decisiva en la Historia de España y de la Humanidad, debido a la incuria de nuestros antepasados que no supieron o no quisieron conservar el legado documental que los tiempos produjeron y dejaron en sus manos.
Porque resulta curioso que la principal fuente de conocimiento de la vida municipal de Sanlúcar, que son las Actas capitulares del cabildo municipal, aparte de faltar algunos tomos importantes, como por ejemplo el del año 1519, el de la salida de la expedición de Magallanes, adolecen de una completa información sobre los hechos ocurridos en la localidad. Y esto es un error común en el que han caído algunos historiadores que han intentado hacer obras generales de la Historia local con la sola ayuda de estos libros de actas, que dan una información importante, pero no definitiva ni concluyente. En muchos casos solo esquemática o resumida. En otros asuntos, ni siquiera se mencionan noticias de sucesos importantes acaecidos, por estar fuera de la esfera política del propio cabildo municipal. Precisamente sobre la falta de varios tomos de estas actas en el Archivo Municipal trata uno de los capítulos de mi libro Elucidario, con las hipótesis sobre su paradero y la posibilidad de su recuperación en algún momento del futuro próximo.
En el largo curso de mi trayectoria como investigador me he encontrado con muchos personajes que no venían en los libros de Historia, los “don nadie”, la gente común, los antagonistas, lo que luego, al cabo de los años, se bautizó como la microhistoria, aunque a mí me gusta llamarla la “historia microscópica” y que considero que tiene conexiones con el materialismo histórico de Marx. Por que la historia la hacen los pueblos. Nada nuevo, pues ya nuestro gran filósofo Unamuno nos había hablado de la “intrahistoria”, o la imagen de la “España real”, frente a la que dibujaban idílicamente los cronistas de los entes oficiales, la “España oficial”. Según don Miguel, para que la historia sea importante debe ser como la poesía, tratar de asuntos eternos: el amor, la muerte, la ambición, el sentido de la vida, la maldad, lo perverso. Lo que pertenece por derecho propio a la vida de todos los hombres. Da igual su identidad. Solo trayendo la historia al presente tendrá utilidad, según dejó escrito en su libro “En torno al casticismo”:
«… hay que buscar la tradición eterna en el presente, que es intrahistórica más bien que histórica, que la historia del pasado sólo sirve en cuanto nos llega como revelación del presente…»
Desde los inicios de mi tarea, allá por los años 90 del pasado siglo, me propuse complementar la búsqueda de información archivística en otros repositorios documentales fuera de la ciudad, dado que el Archivo Municipal, aunque bien organizado, es a todas luces insuficiente para poder realizar cualquier trabajo de investigación histórica. En esta empresa me acompañó siempre Regla Prieto, desde aquel afortunado primer libro sobre el Proceso criminal contra fray Pablo de San Benito en 1774. Si no hubiéramos tenido el arrojo de aventurarnos a sumergirnos en ese océano de papeles antiguos que es el Archivo Histórico Nacional, no hubiéramos nunca encontrado la más completa información de la que se podía disponer sobre un hecho del que en Sanlúcar no quedó ni siquiera la memoria entre sus habitantes. Ni un solo papel. Nada. Ninguno. Parece como si alguien se hubiese propuesto hurtar algunos testimonios de esos años a la investigación histórica. Sobre todo de aquellos hechos que para algunas mentes puritanas pudieran considerarse hechos ignominiosos o dignos de olvidar, como si nunca hubiesen ocurrido.
Elucidario: nueve estudios sobre aspectos relevantes de la historia de Sanlúcar de Barrameda, publicado en 2023, tiene precisamente la circunstancia de contener información de primera mano de unos hechos ocurridos en Sanlúcar, cuyo fundamento documental más grueso se conserva en archivos que no están radicados en nuestra ciudad, por lo cual, por una parte, han sido menos o nada utilizados por los investigadores locales, y por otra parte, complementan de manera casi perfecta las noticias que de estos hechos han quedado en la ciudad.
Evidentemente, la perfección no existe. Y la Historia no iba a ser menos. Nunca habrá un libro histórico del que se pueda afirmar que es la versión “definitiva y verdadera” de los hechos. Eso es una utopía. Nos podremos aproximar a lo ocurrido lo más posible, pero encontrar el relato perfecto y veraz, eso nunca.
Por otra parte, todos somos conscientes, creo, de que la Historia se parece mucho al periodismo. Los historiadores hacemos crónicas de hechos ocurridos tiempo atrás, cuando ya “la actualidad” ha dejado de ser la comidilla de las tertulias y comentarios de los cenáculos populares. Cuando ya los protagonistas de los hechos, por las circunstancias normales de la vida, han dejado de estar presentes en la primera línea de la realidad cotidiana. Entonces entra en materia el historiador, cuya labor se solapa con la del reportero y el sabueso investigador detectivesco en búsqueda de aquellos testimonios que puedan aportar “veracidad” a lo ocurrido.
También es necesario cuestionar las versiones que sobre determinados hechos hayan podido circular mediante alguna publicación. Siempre hay que contrastar la información, como en el periodismo, pero, claro, siempre que esa posibilidad exista. Algunos autores se conforman con dar por válidos los datos preexistentes sin consultar las fuentes primarias y, cuando esto se hace, vienen muchas sorpresas. Ha habido muchas mentiras que se han anclado durante decenas de años por el simple hecho de que el error fue reproducido por todos aquellos que dieron por válida una información sin buscar la veracidad de la misma. Entonces hacemos leyenda, rumorología y especulación, y no Historia con mayúsculas.
Elucidario no ha sido un libro fácil. Sus fuentes de información proceden del ya citado Archivo Histórico Nacional, arsenal inagotable de datos sobre nuestra ciudad entre los siglos XVII y XIX, del Archivo General de Indias, donde podemos encontrar toda la información referente a esa parcela tan importante de nuestra Historia local, como fue la navegación marítima a través del Guadalquivir y el Puerto de Bonanza, así como de otros importantísimos Archivos con depósitos documentales referentes a Sanlúcar de un gran interés social y económico, como el Archivo General de Simancas, en Valladolid, el de la Real Chancillería de Granada y el Histórico Diocesano de Jerez.
Tampoco es un libro complaciente, porque los hechos que se narran en este libro reflejan conflictos sucedidos en diferentes épocas, que generaron documentación en paralelo a la polémica que sus acontecimientos desataron. Así podremos intentar vislumbrar a través de muchos documentos que aún permanecen inéditos, algo de luz sobre hechos relevantes que no han gozado de la atención de los historiadores.
Cuando hemos comparado el periodismo con la investigación histórica, convendría recordar aquel adagio que decía que “la noticia es que un hombre muerda a un perro, no que un perro muerda a un hombre”. Esto ocurre también con los acontecimientos históricos. Evidentemente, los conflictos han generado mucha más documentación e información que los períodos de paz, sosiego, fiesta y normalidad. No por eso creo que sea justo calificar este libro como más ocupado de las “sombras” que de las “luces” de nuestra historia. Es una cuestión que la genera la propia documentación, su propia existencia y su propio volumen. Por mucho que nos duela reconocerlo, nuestro pasado ha estado bien lleno de acontecimientos trágicos y oscuros. Y quizás por eso muchas veces podremos entender y abarcar con una mirada amplia y comprensiva nuestra aciaga suerte en muchas épocas de nuestro devenir histórico.
Quizás haga falta recordar que desde 1508, por “castigo” del rey Fernando, el castillo de Sanlúcar había sido “expropiado” por la Corona, y su gobierno dependía de un alcaide o comendador que sería nombrado por la monarquía. Era costumbre que el cargo de alcaide lo encarnara la misma persona que desempeñaba el puesto de alcalde mayor del Concejo. Pero desde 1508 hasta 1520, año en que el ducado de Medina Sidonia recuperó su propiedad y derecho sobre el Castillo, la administración y gobierno de la villa de Sanlúcar fue encargada por el rey Fernando al arzobispo de Sevilla y la alcaidía del castillo al comendador Gómez de Solís, que no interviene en la administración municipal. Sobre este personaje, y sobre la negativa del concejo municipal a aceptar su nombramiento como alcalde de sacas y cosas vedadas trata el primer capítulo de Elucidario, que tiene el valor de ser un tema inédito al estar reflejado en una documentación del Archivo de Simancas del año 1514, año del que se han conservado muy pocos testimonios y pleitos sobre nuestra ciudad.
Los duques de Medina Sidonia en aquel entonces atravesaban una situación folletinesca y residían en Sevilla. Y hasta 1524 no llegarán a Sanlúcar, donde a partir de entonces parece que comienzan a residir cada vez por más tiempo. Se daba satisfacción así a los deseos de la monarquía, que quería alejar a los nobles de la ya imperial Sevilla. La administración de este primer cuarto de siglo fue muy difícil para el concejo sanluqueño, pues para cualquier problema (que eran muchos) debían recurrir a las lentas comunicaciones de aquel entonces, a través del río, mediante mensajeros o enviados especiales, para comunicar o consultar al duque cualquier eventualidad. Ello encarecía mucho la administración y ralentizaba cualquier trámite que se necesitaba realizar.
El asunto de la cobranza de los impuestos en la Aduana fue un tema muy complicado por la competencia “desleal” que se hacían entre sí la Corona y la casa ducal. Una cuestión que ha estado siempre como espada de Damocles en las cabezas de todos los sanluqueños de diferentes y sucesivos siglos y por la que quizás nuestra ciudad ha sido secularmente experta en contrabando y fraude a la Hacienda. Y también, la razón por la cual la pobreza y la miseria ha sido siempre tan endémica entre nosotros. La duplicidad en la cobranza de impuestos hacía alejarse de la villa a los mercaderes, al tener que pagar al duque y al rey. El concejo clamaba una y otra vez por una solución definitiva para ello, que en ciertos periodos se conseguirá, pero que tras unos años de moratoria, volvía de nuevo a resurgir. Este fue, y no otro, el motivo por el cual tras la incorporación de Sanlúcar a la Corona de Castilla en 1645, la ciudad entró en decadencia y se despobló. La salida de los duques de Medina Sidonia de la ciudad provocó, entre otras muchas cargas al pueblo, una gran cantidad de conventos llenos de frailes, que habían sido fundados por su mediación, cuyo mantenimiento la ciudad no podía sostener y como decía repetidamente Velázquez Gaztelu, «Sanlúcar no podía soportar tanta población mendiga». Además de esta gran presencia clerical, que da origen a los disturbios que se relatan en el amplio capítulo 2º de Elucidario, también se impuso la militarización obligatoria de muchos jornaleros que debían prestar servicios permanentes y regulares al Ejército, algo hasta entonces no practicado en las costumbres sanluqueñas. Ello consiguió que la ciudad se despoblase, pues el rey implantó su Aduana con sus impuestos y el duque, aunque se le desposeyó de la jurisdicción señorial como castigo por su desafío al rey Felipe IV, no se le prohibió el seguir percibiendo sus rentas, lo que duplicaba la fiscalidad en Sanlúcar, a diferencia de otras ciudades del entorno, como Jerez o Cádiz, que sólo pagaban los impuestos a la Corona.
Los miedos
Pero la situación se agravaba por la falta de pan y de trabajo. La mayoría de la población común, de origen rural y con muy poca formación educativa, ha estado sumida siempre en una hambruna fabulosa, ante la escasez de subsistencias y los precios desorbitados de los cereales por las sequías que mermaban las cosechas. A tanto llegó la cosa que se acordó intervenir cualquier barco que llegase al puerto con cargamento de trigo, aunque tuviese otro destino, para repartir su carga entre la población. Hay constantes lamentos de los regidores por esta escasez, que hacen caer al pueblo en un permanente clamor. Esto traerá consecuencias políticas y económicas que darán muchos quebraderos de cabeza al cabildo municipal desde el siglo XVI hasta el XX. Se trata de una constante maldita de nuestra historia local. El paro endémico que se arrastraba como una losa aplastante sobre las cabezas de los dirigentes municipales (que veían muchos días a cientos de jornaleros concentrados enfrente del Ayuntamiento en demanda de pan o trabajo) llegó a tanto que su desesperación les hizo promover la construcción de una fábrica de torpedos en Bonanza en 1881. A ello dedicamos también un capítulo.
Esto nos hace deducir que a causa de esta falta de medios económicos existía delincuencia en la población y, por tanto, abundancia de presos y cada uno de ellos con su historia particular. Por que se producían muchas injusticias sociales, como la que denunció el regidor Pedro Guillén:
Muchos despenseros de caballeros que están en esta villa, los regidores y otras personas, llevan la carne de la carnicería sin hueso, por manera que el hueso de la res queda para repartir y se reparte para los pobres y miserables personas, lo cual es en deservicio de Dios y de su señoría y en daño de este pueblo. Por tanto, pide e requiere se mande proveer acerca de esto por manera que el hueso de cada res se reparta igualmente… de manera que cada uno lleve su parte conforme a la carne que llevare, sopena de cien maravedíes por cada vez que lo contrario hiciere.
Hoy en día, en este mundo que nos ha tocado vivir, no solo estamos asistiendo a una revitalización del pensamiento más reaccionario, sino que tenemos que contemplar con asombro y resignación como se apuesta una vez más por el revisionismo histórico: reescribir de nuevo los pasajes más comprometidos de nuestra complicada historia, con el deseo de “blanquear” todos aquellos episodios que pudieran ensombrecer el ideario patriótico de unos nostálgicos grupos. Las publicaciones que niegan la leyenda negra, cuya existencia ya parecía superada, vuelven con ímpetu a las librerías y a las tertulias radiofónicas, a intentar perdonar nuestros excesos y a no reconocer nuestros errores del pasado. Es por eso que se incluyen en este libro diversos capítulos sobre las agresiones que diferentes clérigos protagonizaron en nuestra ciudad, así como algunos procesos judiciales sobre el maltrato a un esclavo por parte de un comerciante, el incendio de la casa del alcalde, el crimen del hijo del alguacil, el pleito sobre el antiguo Campo de San Francisco y el naufragio en la entrada del Guadalquivir de los pasajeros de la nao “Barahona”, que venía de América. En todo ello podemos observar la prepotencia de unas clases sociales dominantes frente al pobre pueblo que sufría toda clase de vejaciones.
Como aportación novedosa, también hemos incluido un proceso criminal por homosexualidad en 1697 y otro por asesinato de 1774, que nos demuestran las grandes y serias dificultades que la Justicia de la época tenía para realizar un trabajo equitativo con quienes no tenían medios para defenderse. El libro lo completan dos capítulos: un estudio sobre algunos aspectos del antiguo convento de San Agustín del Barrio Alto y otro sobre el prodigioso caso de Alí Moro, que de no estar documentado nunca lo podríamos haber creído, dada la inverosimilitud de la gran resistencia ante la muerte que tuvo su protagonista.
No hemos querido ni podido ignorar ninguno de estos episodios tan asombrosos de nuestra Historia local. Hemos pretendido mantener el empeño de contar y contar. De no ocultar. De sacar a la luz, de no callar. En eso hemos estado y en eso seguiremos intentando estar.